¿Por qué un impuesto a la Riqueza? #EsHoraDeGravarLaRiqueza

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A partir de la emergencia sanitaria global por el COVID-19 volvió a ganar trascendencia el debate en torno a gravar las grandes riquezas y los grandes patrimonios. Activistas, dirigentes políticos, congresistas y hasta instituciones multilaterales han salido a decir que es hora de gravar a los ricos y a los más ricos. El punto de partida ha sido la necesidad de que los países consigan nuevos ingresos fiscales para enfrentar la pandemia y luego para todo lo que implicará la reconstrucción económica.

En términos conceptuales se homologa el “impuesto al patrimonio” con el “impuesto a la riqueza”. Quienes consideran intrascendente este impuesto esbozan que en los pocos países donde se ha aplicado, ha tenido una baja recaudación y poco impacto corrigiendo la desigualdad, por tanto, provoca que la gran mayoría de jurisdicciones a nivel global no lo tengan dentro de su stock de medidas tributarias. Sin embargo, si revisamos las cifras a lo largo del tiempo de implementación en algunos países, veremos – dependiendo de la voluntad política de los diferentes gobiernos – que estas tienen un potencial de recaudación significativa en términos porcentuales del PBI.

Uno de los ángulos principales del debate está referido a la altísima concentración del ingreso, de la riqueza y el crecimiento de la desigualdad en la región. América Latina es el continente más desigual del planeta, sin dudas. Según el informe “Tributación para un Crecimiento Inclusivo” (CEPAL y OXFAM, 2016), el 10 por ciento más rico de la región posee el 71 por ciento de la riqueza y tributa sólo el 5.4 por ciento de su renta. Entre 2002 y 2015 las fortunas de los multimillonarios latinoamericanos crecieron en promedio un 21 por ciento, un aumento seis veces superior al del PIB de la región. Estos datos sustentan el porqué de la necesidad de estimular la creación de un impuesto al patrimonio o a la riqueza.

No obstante, el obstáculo mayor en América latina para gravar eficazmente a los ricos y a los más ricos tiene que ver con la cuantificación de la riqueza y con las inconsistencias de dicha cuantificación, ya sea por razones objetivas (rezago en bases de datos, de valores catastrales, precio del mercado, etc.) o subjetivas (favorecer a determinados sectores económicos), dejando un margen de indefinición sobre los montos reales del patrimonio año a año que se puede y quiere gravar. La tasa o alícuota del impuesto es otro factor. Lo cierto es que en la actualidad solo hay 3 países que tienen un impuesto al patrimonio que puede ser homologado con impuesto a la riqueza. Colombia con una tasa única de un 1 por ciento, Argentina oscila entre 0.5 y 1.25 por ciento, y Uruguay entre 0.2 y 0.7 por ciento.

No hay evidencia empírica que demuestre que el Impuesto al Patrimonio o a la Riqueza afecte el crecimiento económico, desincentive la inversión, o impacte en el ahorro privado. Esta narrativa dominante en los sectores políticos aliados de las élites económicas va a estar permanentemente presente en el debate y deberá ponérsele mucha atención a fin de desarticularla.

Finalmente, la crítica constante a este impuesto es su limitada eficacia. Ello obedece a que es considerado muy imperfecto y que termina recayendo sobre sectores medios y no sobre los sectores de mayores recursos económicos. Por eso se debe vincular y cruzar directamente este impuesto a otros impuestos como: impuestos a bienes inmuebles municipales; sobre la Renta de Personas Físicas; a las herencias, legados o donaciones. El objetivo es garantizar que sean los sectores con mayores ingresos quienes tributen con este tipo de impuesto. El desafío central es superar las dos debilidades técnico/tributarias: la de valorar; y la de conocer/controlar el patrimonio (Benitez y Velayos, 2017).

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